Hace frío y para colmo ha empezado a llover. En pocos minutos las veredas se llenan de barro, los vendedores ambulantes cubren su mercadería con bolsas de plástico y el cielo gris se vuelve negro. Son un poco más de las seis pero ya parece de noche, los autos y las combis circulan con sus luces encendidas.
Abriéndose paso entre la gente que va y viene, el olor de los anticuchos, los choclos hirviendo y el emoliente, Juan se acerca a su destino. Tiene hambre. Los letreros le ofrecen hamburguesas, pollo broster, chifa al paso, pero no tiene dinero y debe conformarse con imaginar la mayonesa y el ketchup escurriendo sobre las papas fritas y un trozo de pollo crujiente.
Se ubica en el portal, un poco a resguardo de la garúa pero lo suficientemente visible. Espera con las manos metidas en las mangas de su camisa, tratando de abrigarse, observando los autos, a ver si alguno se detiene.
Los cambios entran con dificultad, el viejo motor se rebela. Son ya casi 20 años, dos bajadas, más de un cuarto de millón de kilómetros. Mientras espera frente a un semáforo, decide que ya está bien, que necesita relajarse, descansar un poco, antes de entrar a trabajar a las nueve, así que saca el rótulo que dice “Taxi” del parabrisas.
Dobla a la derecha y entra a la plaza. Entonces lo ve y se siente atraído por las líneas finas del rostro y el cuerpo delgado del jovencito que está parado en el portal. Sus pensamientos se deslizan por la pendiente de la líbido y el cuerpo responde. Se detiene, Juan se acerca y sube.
“Treinta soles, nada menos, si no, me bajo”. Su voz era tan ambigua como su apariencia a medio camino entre niño y adulto, ente hombre y mujer.
“Está bien chibolo, pero sale con todo”. Juan mueve la cabeza aceptando la condición. No dice nada pero lo observa: pelo corto, bigote, algo excedido de peso. “No es feo el tío”. “¿Puedes prender la radio?” Empiezan a sonar las canciones que el muchachito tararea, mientras siente la mano callosa del hombre mayor apretándole las piernas.
Por culpa del tránsito, el camino de pocas cuadras hasta el hostal les toma casi quince minutos.
“Documentos por favor”, Muestra un carnet. “Son diez soles”. Paga y le dan un poco de papel higiénico de color indefinido y una bolsa. “Aquí tiene la llave, es por la escalera a la derecha”.
Una tarima con un colchón forrado de hule apenas cubierto por un par de sábanas delgadas. Olor a humedad, una mesa vieja y algunas cucarachas pequeñitas caminando sobre el polvo acumulado en las rendijas. Se quita la camisa sudada y se afloja la correa, sentado en el borde de la cama, mientras ve al chiquillo desnudarse por completo y acercársele cubriéndose con las manos esa única parte que es definitivamente masculina.
“Dame el condón” le pide. Busca en el bolsillo y se lo entrega, aprovechando para acariciarle las nalgas mientras Juan extrae el preservativo y lo limpia un poco con saliva para quitarle el sabor del lubricante.
Se echa atravesado sobre la cama, y deja que le bajen los pantalones, la trusa y liberen su excitación endurecida. Le colocan el condón y empieza el trabajo del adolescente. Es un experto, lo ha hecho muchas veces, lo disfruta y - claro - le sirve también para comer algo más que el plato de arroz con lentejas que le dan en su casa a él y sus cuatro hermanos. También para divertirse y olvidar su aburrimiento, entre las luces negras y cortadoras de su discoteca favorita.
Las manos grandes y toscas le acarician y luego, lo toman por la cintura y lo depositan sobre la cama. Segunda parte.
Deja caer los pantalones hasta que se le quedan atorados en los tobillos y acomete con ganas, con vehemencia, provocando dolor. “Espera un poco, duele”. “Aguanta no más chibolo”. Ruidos extraños producto de la fricción, un dolor que es a la vez agradable, ganas de orinar. Jadeos, choque de nalgas sobre caderas y una sensación que alcanza la cima y decae al tiempo que la presión en su interior disminuye. Es todo.
“Aquí tienes tu plata, si quieres te puedes ir”. “Está bien” responde Juan volviéndose a vestir con los billetes en la mano, apretados. Con dinero la calle se ve distinta, la noche invita al movimiento. “Póngale bastante mayonesa, ketchup y poquito ají”. Come con placer, saboreado el olor grasoso, dulce y picante que envuelve el pollo y las papas. Se toma su tiempo, lo disfruta, extrayendo hasta la última gota de sabor de los huesos del pollo. Toma el sorbo final de gaseosa, eructa y se limpia las manos.
Ya no llueve pero las veredas están resbalosas. Avanza distraído, mirando a los chicos y chicas que salen de las academias o que se esfuerzan frente a un teclado y una pantalla y son exhibidos al otro lado de paredes de vidrio, va mirando las revistas, los volantes pisoteados. Compra un cigarro y sigue su camino. Un hombre bajito y musculoso hace movimientos de artes marciales en medio de un círculo de curiosos. Sonido de salsa neoyorkina y rap argentino mezclados en el aire.
Una puerta, un vigilante. “Ojalá no pidan papeles”. Tiene suerte. Lo conocen y entra sin problemas. No saben que aún no tiene libreta electoral, nada más que su boleta y la dejó en su casa para que no se pierda.
Hay mucha gente y siente calor. Jovencitos y mayores bailan liberando sus ganas reprimidas, expresando con movimientos sus deseos de poder ser como son.
Juan se encuentra con unos amigos, compra una cerveza y conversa a gritos mientras “El General” y grupos tecno, hechos en serie, llenan el ambiente con sonidos electrónicos. Un rato después se pone a bailar con toda la energía de sus diecisiete años, mirándose en el espejo cubierto del vaho de la transpiración de tantos cuerpos que se mueven.
Pasan las horas entre cerveza, risas y manoseos. Son más de las doce y se dispone a irse cuando ve que la puerta está cerrada y por todo el local aparecen hombres vestidos de verde portando armas. “¡Una batida!” El pensamiento que se le cruza por la mente en ese instante lo hace ponerse pálido.
“A ver señores...sus documentos.”
La música sigue sonando mientras los policías se acercan a la gente apoyada en las paredes. Una canción comienza, es el himno de todos los marginados, de todos los diferentes. Es “Alaska”. Qué pena que la pongan justo en ese momento.
Juan y otros chicos sin papeles son subidos en una camioneta. Uno de los policías, de pelo corto y bigote, un poco subido de peso, le golpea las nalgas y le hace un guiño. “No te preocupes chibolo al toque sales. El viernes arreglamos”.
Dentro, la voz ronca de Alaska sigue sonando “a quién le importa lo que yo haga”.
Lima, 1996
Abriéndose paso entre la gente que va y viene, el olor de los anticuchos, los choclos hirviendo y el emoliente, Juan se acerca a su destino. Tiene hambre. Los letreros le ofrecen hamburguesas, pollo broster, chifa al paso, pero no tiene dinero y debe conformarse con imaginar la mayonesa y el ketchup escurriendo sobre las papas fritas y un trozo de pollo crujiente.
Se ubica en el portal, un poco a resguardo de la garúa pero lo suficientemente visible. Espera con las manos metidas en las mangas de su camisa, tratando de abrigarse, observando los autos, a ver si alguno se detiene.
Los cambios entran con dificultad, el viejo motor se rebela. Son ya casi 20 años, dos bajadas, más de un cuarto de millón de kilómetros. Mientras espera frente a un semáforo, decide que ya está bien, que necesita relajarse, descansar un poco, antes de entrar a trabajar a las nueve, así que saca el rótulo que dice “Taxi” del parabrisas.
Dobla a la derecha y entra a la plaza. Entonces lo ve y se siente atraído por las líneas finas del rostro y el cuerpo delgado del jovencito que está parado en el portal. Sus pensamientos se deslizan por la pendiente de la líbido y el cuerpo responde. Se detiene, Juan se acerca y sube.
“Treinta soles, nada menos, si no, me bajo”. Su voz era tan ambigua como su apariencia a medio camino entre niño y adulto, ente hombre y mujer.
“Está bien chibolo, pero sale con todo”. Juan mueve la cabeza aceptando la condición. No dice nada pero lo observa: pelo corto, bigote, algo excedido de peso. “No es feo el tío”. “¿Puedes prender la radio?” Empiezan a sonar las canciones que el muchachito tararea, mientras siente la mano callosa del hombre mayor apretándole las piernas.
Por culpa del tránsito, el camino de pocas cuadras hasta el hostal les toma casi quince minutos.
“Documentos por favor”, Muestra un carnet. “Son diez soles”. Paga y le dan un poco de papel higiénico de color indefinido y una bolsa. “Aquí tiene la llave, es por la escalera a la derecha”.
Una tarima con un colchón forrado de hule apenas cubierto por un par de sábanas delgadas. Olor a humedad, una mesa vieja y algunas cucarachas pequeñitas caminando sobre el polvo acumulado en las rendijas. Se quita la camisa sudada y se afloja la correa, sentado en el borde de la cama, mientras ve al chiquillo desnudarse por completo y acercársele cubriéndose con las manos esa única parte que es definitivamente masculina.
“Dame el condón” le pide. Busca en el bolsillo y se lo entrega, aprovechando para acariciarle las nalgas mientras Juan extrae el preservativo y lo limpia un poco con saliva para quitarle el sabor del lubricante.
Se echa atravesado sobre la cama, y deja que le bajen los pantalones, la trusa y liberen su excitación endurecida. Le colocan el condón y empieza el trabajo del adolescente. Es un experto, lo ha hecho muchas veces, lo disfruta y - claro - le sirve también para comer algo más que el plato de arroz con lentejas que le dan en su casa a él y sus cuatro hermanos. También para divertirse y olvidar su aburrimiento, entre las luces negras y cortadoras de su discoteca favorita.
Las manos grandes y toscas le acarician y luego, lo toman por la cintura y lo depositan sobre la cama. Segunda parte.
Deja caer los pantalones hasta que se le quedan atorados en los tobillos y acomete con ganas, con vehemencia, provocando dolor. “Espera un poco, duele”. “Aguanta no más chibolo”. Ruidos extraños producto de la fricción, un dolor que es a la vez agradable, ganas de orinar. Jadeos, choque de nalgas sobre caderas y una sensación que alcanza la cima y decae al tiempo que la presión en su interior disminuye. Es todo.
“Aquí tienes tu plata, si quieres te puedes ir”. “Está bien” responde Juan volviéndose a vestir con los billetes en la mano, apretados. Con dinero la calle se ve distinta, la noche invita al movimiento. “Póngale bastante mayonesa, ketchup y poquito ají”. Come con placer, saboreado el olor grasoso, dulce y picante que envuelve el pollo y las papas. Se toma su tiempo, lo disfruta, extrayendo hasta la última gota de sabor de los huesos del pollo. Toma el sorbo final de gaseosa, eructa y se limpia las manos.
Ya no llueve pero las veredas están resbalosas. Avanza distraído, mirando a los chicos y chicas que salen de las academias o que se esfuerzan frente a un teclado y una pantalla y son exhibidos al otro lado de paredes de vidrio, va mirando las revistas, los volantes pisoteados. Compra un cigarro y sigue su camino. Un hombre bajito y musculoso hace movimientos de artes marciales en medio de un círculo de curiosos. Sonido de salsa neoyorkina y rap argentino mezclados en el aire.
Una puerta, un vigilante. “Ojalá no pidan papeles”. Tiene suerte. Lo conocen y entra sin problemas. No saben que aún no tiene libreta electoral, nada más que su boleta y la dejó en su casa para que no se pierda.
Hay mucha gente y siente calor. Jovencitos y mayores bailan liberando sus ganas reprimidas, expresando con movimientos sus deseos de poder ser como son.
Juan se encuentra con unos amigos, compra una cerveza y conversa a gritos mientras “El General” y grupos tecno, hechos en serie, llenan el ambiente con sonidos electrónicos. Un rato después se pone a bailar con toda la energía de sus diecisiete años, mirándose en el espejo cubierto del vaho de la transpiración de tantos cuerpos que se mueven.
Pasan las horas entre cerveza, risas y manoseos. Son más de las doce y se dispone a irse cuando ve que la puerta está cerrada y por todo el local aparecen hombres vestidos de verde portando armas. “¡Una batida!” El pensamiento que se le cruza por la mente en ese instante lo hace ponerse pálido.
“A ver señores...sus documentos.”
La música sigue sonando mientras los policías se acercan a la gente apoyada en las paredes. Una canción comienza, es el himno de todos los marginados, de todos los diferentes. Es “Alaska”. Qué pena que la pongan justo en ese momento.
Juan y otros chicos sin papeles son subidos en una camioneta. Uno de los policías, de pelo corto y bigote, un poco subido de peso, le golpea las nalgas y le hace un guiño. “No te preocupes chibolo al toque sales. El viernes arreglamos”.
Dentro, la voz ronca de Alaska sigue sonando “a quién le importa lo que yo haga”.
Lima, 1996